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viernes, 7 de junio de 2013

LA ROSA NEGRA - Cuento de Semana Santa de 1960.

LA ROSA NEGRA – POR CARLOS DANE

La verdad era que había tenido mala suerte. También como salió el arreglo de los turnos para Jueves Santo y como habían venido las cosas para que la enfermedad de un compañero obligara a García, guardamuelles de la Junta de Obras del Puerto, a tener que cubrir su turno de guardia en los jardines del Monumento a los Héroes de Cavite, precisamente esta noche del Jueves Santo, y sobre todo el verse privado por su obligación profesional de salir de penitente, como todos los años, en el Tercio de la Virgen Dolorosa, la madrugada del Viernes.

Recién entrado en el relevo, recordaba los alegres pasodobles de las bandas a su entrada y desfile por la Ciudad en la tarde del Miércoles, al mismo tiempo que Pilatos, escoltado por sus guardias romanos, bueno los judíos, como les llamamos aquí, acababa de reproducir la escena del Calvario a consecuencia de la cual, Jesús moría crucificado.

Como buen cofrade Marrajo repasaba en su memoria  las impresiones del desfile pasional del Miércoles intentando encontrar algún fallo justificativo para ensalzar después con el mejor ahínco el desfile de los “suyos”. La verdad era que, salvo su pasión Marraja, la procesión había sido una maravilla mejorada de años anteriores. Mayor fervor. Más severidad. Más sentido religioso. Esplendidez en el adorno florido. Alarde jubiloso de luminosidad. Todo ello dentro de un ambiente popular sentido en Cartagena, una mezcla de fiesta sana y religiosa que solo se vive y siente en nosotros.

El campaneo del cuarto en el reloj municipal le recordó  su obligación. Inicio su ronda a través de los jardines y entonces se dio cuenta de la magnificencia de la noche. Calma en los elementos. Cielo despejado. Temperatura de templanza. Un penetrante aroma procedente, procedente de los hermosos parterres de detalles sus sentidos. Quedo maravillado del ricon que expandía estos perfumes y su mirada quedo fija en la hermosura de una rosa negra que destacaba entre las muchas que colmaban el rosal.

Recordaba, como todos los años, al terminar el desfile, todo el Tercio con una devoción auténticamente sentida, ponía a los pies de la imagen de la Soledad, en la hornacina de la calle de su nombre el ramo de rosas negras que durante la procesión ya terminada, había ido posado a los pies de la Virgen Dolorosa. Y se recreaba pensando en que, ya que este año no había podido vestir el traje de penitente, en cambio, si podía, una vez saliente de servicio, ofrecer a la Soledad, esa rosa, una sola, con la que dar consuelo a su acrisolada devoción.

Salió de sus pensamientos al oír nuevamente las campanadas; cronológicas que extendieron su amplio sonido por la anchura de la explanada. Siguió rondando y dio tres o cuatro vueltas seguidas al cercado de jardines. No tenia obligación en ello, pero una fuerza instintiva le hacia una y otra vez pasar, detenerse y admirar a aquella bella flor, a la que cada vez le encontraba mayor abundancia de matices que le hacían agrandar ante sus ojos la inmensidad de una hermosura casi nunca soñada.

De pronto, el estampido de un cohete que rasgo despladamente el silencio sobrecogido de devoción de la madrugada del Viernes Santo, le anuncio el comienzo de la primera procesión.

Y fue para él una transmutación. No estaba allí, estaba junto con otros muchos, presenciando la salida a la puerta del templo de Santa María de Gracia, donde el tiempo queriendo dar un mentís al nombre popular, había anulado el aire y dejado en absoluta calma a este elemento, como queriendo rendir un homenaje de cortesía y devoción a las imágenes que portaban los tronos. Ya estaban los Granaderos en la calle y empezaba a salir el Tercio de Jesús.

El estandarte, enmarcado en la amplia puerta, efectuaba las señales ya previstas para iniciar el ritmo acompasado en el andar, que había de mantenerse durante todo el recorrido. Apareció el trono, y el fervor devoto de los presentes se hizo oración muda. Jesús Nazareno, destallecido, no puede con el pesado madero, pero sus verdugos, ante el temor de no poder legar a la infamia de la cruxificción le ponen la ayuda del Cirineo. Así podrá llegar a lo alto del Monte Calvario y llevarse a cabo la más terrible de las injusticias. Tras el Jesús, la más genuina representación de los pescadores y gentes de la mar, presididos por el Comandante Militar de Marina.

Nuevo estandarte en la puerta. Otras nuevas señales y,  tras el también acompasado andar rítmico del tercio, del trono, donde destaca la imagen de la Verónica. Dos niñas de corta edad, paso a lo intempestivo de la hora, vistiendo tunica y sandalias y portando el paño con la Santa Faz impresa, siguen al trono. El cortejo lo cierran los “Judíos”, que hacen la función de piquete militar.

Cuando transcurre media hora y escuchándose aún las populares notas  de la “marcha de los judíos” con el “perico pelao” de su flauta, la puerta de la iglesia vuelve a iluminarse con el resplandor que emana del carro bocina de San Juan. Sale el Tercio.  Aquí el ritmo es un rito. Son los creadores y siguen siendo los “profesores” en el buen andar. Lo mismo que la imagen del titular, los hermanos en su desfile “Se llevan la palma”. Algunos aplausos dan demostración de la admiración con que se presencia su marcha. Y tras su correspondiente Tercio, el trono de la Virgen Dolorosa. Intensidad en la emoción. El Piquete Militar rinde honores y  escolta a Nuestra Señora.

Por sus distintos itirenarios, las dos procesiones marchan hacia la Plaza de la Merced. Las claras de la Aurora iluminan tenuamente los hermosos parterres. García vuelve de sus pensamientos y rápidamente se dirigió al rosal de su obsesión. ¡Que maravilla de rosa!. Unas gotitas de rocío que resbalan cuidadosamente de las hojas que cubren la bonita flor, caen sobre sus pétalos, como si fuesen lágrimas de jubilosa emoción en esta Santa Madrugada. La tentación del primer momento surgió de nuevo en el malogrado penitente. El gusanito de su conciencia se lo estaba diciendo: Tú no puedes coger esa rosa no es tuya, sería un robo, y además, una deslealtad. ¡Estaría bueno que el encargado de vigilar y guardar las flores, fuese al mismo tiempo ladrón de ellas! ¡Y en Semana Santa! ¡Y con la Virgen en la Calle! ¡Que horror!.

Se rehizo. Su estado de conformidad. Acorde con su situación le dejo tranquilo. Hallo la solución, cuando viniese el relevo, ya tarde para ver entrar la Virgen en la Iglesia, iría a rezarle a la Soledad, y puede que aún coincidiera con sus hermanos cofrades en la ofrenda devota.

Mientras tanto, y en estos momentos, se debía de estar celebrando el “Encuentro”. Ya el Tercio del Jesús había dado la vuelta a la Plaza de la Merced y al mismo tiempo que la Virgen, saliendo por la Plaza de Roldán. Alcanzaba el lado Oeste; por el otro extremo hacía su entrada el Nazareno. Los portapasos de ambos tronos hacen el “paso”, dando emoción de realidad a este memorable momento. Frente a frente Madre e Hijo, se entona el Miserere, que es escuchado por la multitud con silencio sobrecogedor. Finaliza,  y entonces se desborda el fervor popular.  Aplausos y vítores.  La muchedumbre ocupa totalmente el amplio lugar. Toda la carrera estará ocupada, al paso de la nueva procesión, formada por la unión de las dos que acaban de encontrarse, y con los primeros rayos del sol naciente va entrando en Santa María.

Vuelven a sonar aplausos a la entrada de la Virgen, y los alegres sones del piquete militar anuncian a los rezagados el final de esta exteriorización de fervor y devoción cristiana, apostólica y romana.

Miro el reloj y comprobó que faltaban solo unos minutos para el relevo. Marcho hacia el lugar en que recibiría al compañero sustituto y dirigió nuevamente su mirada hacia el sitio donde estaba la rosa. No podía ser. ¡La rosa no estaba allí! Quizá el viento la hubiese tronchado y estaría en el suelo. Volvió sobre sus pasos y registro con la mirada todo el lugar. ¡La rosa había desaparecido!. No tuvo tiempo para dedicarse a cábatas sobre este hecho, pues ya el nuevo guarda estaba a su lado y podía marcharse. Se despidió con el clásico ¡Buena Guardía! Poco tenia que andar.  Subió por la calle del Cañón, torció hacia la derecha, subiendo un poco por la cuesta de la Baronesa y ya frente a la embocadura de la calle de la Soledad vio, de espaldas a el, como una figura femenina, enlutada,  se alejaba en esos momentos de la hornacina donde se venera a la santa imagen. Llego hasta situarse bajo el farol que alumbraba el lugar devoto, y un gesto de asombro, de estupor, de sorpresa, se reflejo en su rostro. A los pies de la Virgen, sobre la repisa que sirve de recepción a los devotos,  estaba tragante y hermosa, la rosa negra.

Un rápido pensamiento deductivo le hizo volverse hacia el otro extremo de la calle, precisamente cuando la figura femenina y enlutada doblaba hacia la calle Nueva.

Corrió a vida de curiosidad hacia la esquina y cuando ansioso, miro hacía abajo… ¡la calle estaba desierta!.



Cuento de Semana Santa
Semana Santa de 1960 – El Noticiero – Número Extraordinario
Archivo Municipal de Cartagena.




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